
Sofía divaga profundamente una vez cada dos meses mientras recortan un poco su melena. Se queda absorta en las formas de los productos para el cabello enfilados frente a ella como un público inerte; escuchando sus pensamientos. Se hace preguntas en su mente. Se pregunta muchas cosas. A menudo se siente vacía, a menudo con su sonrisa miente. No puede evitar el alud de cuestionamientos que inundan su persona, con frecuencia piensa en la muerte y sorprendentemente poco en el escozor de estar sola.
Si en algo se concentra demasiado cuando recibe su corte de cabello bimestral es en los sueños. Todos alguna vez nos visualizamos apareciendo en el celuloide, viviendo varias vidas, pretendiendo ser una persona diferente cada día. Quizás, también cantando en un concierto mientras miles de personas corean una canción que escribimos estando sentados en el retrete, pero, llega un preciso momento epifánico en el que un golpe rotundo nos entrega a lo kafkiano de la vida y terminamos por aceptar que todo eso jamás pasará.
Entre momentos, mientras dura su corte de cabello, Sofía se sorprende con el reflejo de su cara ante el espejo. Un característico rostro perentorio que durante el proceso no refleja absolutamente nada. Su divagues la lleva a una profunda introspección que siempre encuentra melancólica y fascinante. Sofía es un poco extraña. Alguna vez pensó que la vida iba a ser diferente. Ella pensaba que la gestoría era un lugar divertido, o que un resfriado era lo peor que le podría pasar. Ella estaba equivocada.
Lo más extraño de Sofía, es que desarrolló un miedo a la esperanza. Su inexpresivo rostro solía estar lleno de luz. Sus ojos brillaban al recibir su dosis diaria de albor sobre la capa cristalina de sus ojos cada mañana mientras calentaba sus músculos para comenzar a correr. Ahora sueña despierta yaciendo inmóvil mientras recortan su cabello. Ella quisiera una sola noche serena alejada de sus pensamientos. Pero no hay ansiolítico que pueda borrar lo que pasó. Y eso, es en realidad lo que ahuyenta a Morfeo y la mantiene despierta.
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Estaba lloviendo, Sofía lo recuerda bien. Fue en clase de geografía; tenía once años. El maestro explicaba la erosión. Acequias sobre la superficie de la tierra producidas en ocasiones por el cause constante de una corriente de agua con algunas variantes. Ella lo entendió; lo relacionó de otra manera. El andamiaje sucedió porque lo vinculó con los sentimientos. A esa edad te encuentras en un dilema constante. No sabes qué sentir, recién empiezas a decidir y, tomar una determinación puede ser encantador y aterrante. Para ella, la erosión era esa desazón constante en su corazón provocada por el amargo recuerdo de no haber abrazado a su madre aquel veinticinco de enero antes de marcharse a la escuela. Todo pasa muy rápido. Como la lluvia de aquel día. Ella lo entendía.
***
Los días nublados hacían que Sofía se sintiera diferente. Ella tenía la sensación de que días como estos hacían sentir a todo el mundo lo que ella siente todo el tiempo desde lo sucedido aquel día. Solía pensar que la vida sería brillante y tranquila, sentía que la misma se lo debía después de haberse sacrificado tanto por su familia, después de tanta carestía de afecto y la inanición de sonrisas. Sin embargo, ella descubrió de la manera más absurda y sombría que la maldita vida es una perra cubierta por un manto mefisto de abadía, y, a pesar de que ahora lo comprendía, las lágrimas amargas que rodaban cada noche por sus mejillas jamás cesaron desde aquel día. La alegría se fue a bogar.
Había ciertos momentos tranquilos que Sofía sentía de vez en vez dentro de su corazón, como cuando recordaba el perfume Chistian Dior que usaba su Mamá todos los días, aquel que le costó gran parte de su sueldo y que su papá tanto le recriminó. Ella estaba orgullosa de su madre, aunque había rencillas constantes con tintes de reyerta en cada oportunidad necia o en la más mínima discrepancia de opinión. Los remordimientos de no poder amar a su madre de la manera en la que Sofía creía que ella se merecía le carcomía las entrañas de coraje y confusión.
De pronto, la luz cegadora de un relámpago hizo que Sofía regresara de ese viaje en el tiempo; el trueno hizo temblar su corazón y, ella extrañamente se preguntaba constantemente después de sentir pavor si, ¿pudiese existir una cura para la estupidez o para el amor?
A medida que su corte de cabello llegaba lentamente a su final, sus manos comenzaron a sudar. Ya casi era el momento del Grand Finale, uno al que se le tiene el mismo miedo que se le debe de tener a la verdad.
Se cuenta que uno se puede acostumbrar a todo. Decía Van Gogh que la tristeza duraba para siempre, y según Sofía, ésta, se concentra en cada noche oscura, entre los fantasmas que no la dejaban en paz; se reían de ella y todo se volvía insoportable, a tal punto que una ventana colocada en un décimo piso representaba un pronto alivio al dolor insoportable que le carcomía el pecho. Pedir auxilio era imposible, porque no se puede escapar de tu sombra. Sofía, tantas veces insomne, contempla cada vez más una sola posibilidad.
La definición del bien y el mal es, en esencia, una profunda alberca de ambigüedad. Sofía, en el instante en que puso un pie fuera del establecimiento donde recortaron su cabello ya había decidido qué hacer; porque basta con disfrazar de “razón moral” cualquier deseo para que éste, supere la definición de lo que esta bien o esta mal. Sofía, por la tropelía ahora ya no es Sofía y por antonomasia será conclusión.
—¿Por qué lo hiciste Sofía?
—…
—¡Respóndeme!
—…
—¡Sofíaaaaaaaa!
El resplandor de las luces azul y rojo de las sirenas de la policía en las ventanas de la casa que la vio crecer acentuaban cada vez más la intensidad de su color. Sofía ya no sentía dolor, para ella lo que sucedió fue la materialización de una entelequia. Sofía nunca respondió, su voz simplemente; se esfumó.
Fin.